El sol aún no se había levantado desde el Yaripon, cuando tres golpes fuertes y uno suave repiqutearon en la puerta de ligera madera. Sonoda no despertó entonces, sumida en un profundo sueño, fruto del agotamiento mental. Sin mediar palabra, su padre corrió la puerta a un lado con brusquedad, produciendo un ruido seco que la hizo saltar de su cama. Poniéndose muy recta, hizo una profunda reverencia.
—¡Lo siento mucho, padre! ¡Estaba cansada, y no oí...!
—No hace falta que continúes. Vístete, y ven a la sala de entrenamiento. Te espero allí en cinco minutos —fue lo único que dijo el alto aeonio, qué vestía una capa en la que guardaba, plegadas, sus enormes alas blancas.
Ataviada con una túnica blanca, con un cinturón plateado, se dirigió con presteza a la enorme estancia. Su hogar, el Templo Sacro, tomaba la forma de una suntuosa pagoda de tres pisos. Construida casi en su totalidad por madera de árboles endémicos, de madera pálida, sus altos techos estaban decorados por infinidad de filigranas en forma de pequeñas plumas, sobre un color rojo intenso. El mobiliario era sobrio, ya que los aeonios tenían una tradición de desapego muy arraigada, tras siglos de aislamiento del resto del mundo.
Los aeonios eran una raza que, desde la misma concepción del mundo, cerraron sus fronteras al resto de seres. Hay muchas teorías con respecto a la razón por la cual tomaron esa decisión. Algunos suponían que se debía a su desprecio hacia toda clase de violencia, lo cual les obligó a proteger su territorio, Aurihon, de las Guerra que se avecinaba entre seres mágicos e inocuos. Otros, con malicia, aseguraban que se trataban de prepotentes narcisistas, que decidieron negar la comunicación con el exterior por miedo a que su noble linaje pudiera ser mancillado por algún sucio extranjero. La auténtica verdad, sin embargo, no era tan monocromática como asumían las malas habladurías.
El pueblo de Aurihon, si bien desde un punto de vista se podía admirar por sus valores, como la paz, la disciplina y la honra, tenía un lado sombrío que no era sino consecuencia de esos valores; el respeto incondicional a estos, forjados generación tras generación en sus mentes, traía de la mano una intolerancia absoluta hacia aquellos que, según su opinión, no fueran dignos. Además, existía en esos ideales una fuerte hipocresía, dado que, si bien no toleraban la violencia, sí la creían justificada si su objetivo final era eliminar aquello que, bajo su juicio, manchaba la dignidad de su especie.
Sonoda, por lo tanto, era considerada por todos sus congéneres como una mancha. Una mancha a la que había que limpiar de la existencia, porque había nacido sin alas. Las enormes alas de garza que todos ellos lucían, cuya envergadura significaba el valor de cada individuo. Por tanto, si no había alas, no había dignidad. Daba igual que fuera la hija de los líderes políticos y espirituales de los aeonios, la Pareja Sacra. La realidad era que la niña, a ojos de todos ellos, era una herejía que no debía haber existido jamás. Estos pensamientos no dejaban de atormentar, día tras día, noche tras noche, a la chiquilla, que caminaba a paso ligero y algo asfixiada, hacia la estancia que su padre le había indicado.
La sala de entrenamiento consistía en un extenso tatami de color blanco roto. En las paredes había colgados algunos objetos, como delgadas espadas enfundadas, sacos de arroz de diverso tamaño, y cuatro estanterías con pergaminos apilados. Eso era todo. La niña entró, sin poder disimular el temblor en sus piernas. En el centro de la habitación, su padre le esperaba, con expresión estricta.
—Bien, has llegado a tiempo. Pero solo por seis segundos. No te confíes a la próxima.
—No, padre... —susurró Sonoda—. ¿Por qué quería verme?
—Siéntate, por favor.
La niña obedeció al instante, sentándose con las piernas en cruz y la mirada atenta. Él hizo lo propio, y se aclaró la garganta.
—Supongo que recordarás... —comenzó, bajando la vista—... lo que tu madre y yo te dijimos hace unos días, ¿no es cierto?
—No puedo ir con los longeki... —respondió con un hilo de voz—. Pero padre, ya os dije que son los únicos que...
—Es una pérdida de tiempo. No me repliques.
—Sí, padre...
—Escucha, Sonoda. Te voy a ser claro: el mundo ahí fuera no está hecho para alguien como tú —sentenció, sin que le temblara la voz—. Tu existencia es algo que... que no mucha gente ve válido. Eso deberías saberlo ya, pero quiero que estemos a la par en esto que te estoy diciendo. ¿Me sigues?
—Sí...
Sonoda intentó llorar, pero las lágrimas no salieron. Quizá tenía tan enraizado en su mente esa idea, que ya lo veía como algo lógico. Que ella no debería existir. Que era un insulto a la inteligencia, una maldición para el mundo.
—Bien, pues de eso quería hablar contigo... —se levantó—. A partir de hoy, dedicarás todos tus días a curtirte. Arriba.
—¿A... curtirme dice...? —preguntó, mientras hacía lo que se le decía.
—Sí. Has nacido con... una tara que difícilmente será aceptada por tus iguales, si es que eso llega a pasar. Así que debes consagrar tu vida a demostrar que, si bien nunca podrás ser una aeonia completa, puedes llegar a compararte con una, por méritos propios —se acercó flotando hacia la pared, y cogió una de las espadas que colgaban de ella—. Ven, y coge una.
Sonoda volvió a obedecer. Corriendo a toda prisa, tomó la que estaba al lado.
—Desenváinala —le ordenó, mientras él hacia lo mismo.
Con mucho cuidado, poco a poco dejó escapar el brillo metálico de la hoja. Era una catana, una espada fina y extremadamente afilada. La meneó de un lado a otro, admirando el resplandor que reflejaba el sable al ser bañada por la luz solar, que se colaba por uno de los ventanucos situados en la parte más alta de la pared.
—No es un juguete, así que deja de hacer eso —espetó el aeonio. Sonoda se puso recta, bajando el arma con presteza—. Aun así, siente bien la empuñadura. ¿Es cómoda?
—Supongo, padre... Nunca había cogido una, así que no sabría que decir.
—Es importante que te acostumbres a su textura, porque a partir de hoy, va a ser tu compañera de entrenamiento —ante la mirada interrogante de su hija, suspiró—. Quiero decir que, además de tu entrenamiento de canto y magia, también aprenderás el arte quendo, el arte de la espada.
—Pero padre... ¿Por qué debería aprender a luchar? ¿No se supone que los aeonios somos una raza de paz? En el pueblo nadie...
—Tú no eres una aeonia.
Se tapó la boca, decepcionado consigo mismo. A pesar del cariño que profesaba a su hija, sus creencias le traicionaban más veces de las que le hubiera gustado reconocer. La niña lo miró, sin cambiar la expresión.
—Lo que quería decir era que tú no eres una aeonia... como las demás —intentó arreglarlo—. ¿No te dije antes que debías esforzarte para compensar tu... carencia? Pues esta será la forma. Además, ¿no crees que demostrando al resto que eres capaz de empuñar un arma tradicional, acabarán tolerándote más y más?
—Claro, hija —una mujer de avanzada edad, con el pelo celeste pálido, apareció tras el padre—. Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que esmerarte para suplir tu déficit, ¿de acuerdo?
Sonoda asintió. En su memoria apareció el bello torso escamado de Kaifu. Las verdes colinas. La hierba en la nuca. Una brisa se levantó a sus pies. Pero antes de que fuera a más, miró a sus padres. Le miraban como a un monstruo a punto de despertar. No. No les daría el gusto. Respirando hondo, sonrió de la forma más dolorosa posible, y desenvainó el sable, poniéndose en guardia.
—No, así no, las piernas en un ángulo más abierto —respiró tranquilo el padre, mientras la madre se marchaba con cierta tristeza—. Venga, las manos más separadas. Y nada de arrugar la cara.
—Sí, padre...